Antes incluso de que empiecen a desfilar por la pantalla las imágenes de ‘Joker’, su director, Todd Phillips (el padre de la saga de ‘Resacón en Las Vegas’), se encarga de dejar claras sus intenciones empleando un logotipo antiguo de la compañía Warner Bros. Ninguna referencia al sello DC, pero sí una apelación a un cine pretérito, un guiño vintage que el curso de esta película sublevada confirma como una recuperación de los ideales del Nuevo Hollywood de la década de 1970.
Se trata, esencialmente, de la posibilidad de realizar un cine para adultos capaz de transitar las oscuras catacumbas de la psique humana y, por el camino, poner en cuestión los fundamentos del ordenamiento social. Para hacer realidad este sueño –una verdadera utopía en el contexto del Hollywood actual–, Phillips elige como principal compañera de viaje la memoria de algunos títulos fundamentales de la carrera de Martin Scorsese. Así, el director de ‘Juego de armas’ viste a Gotham como el Nueva York mugriento y decadente de ‘Taxi Driver’, y emparenta al atormentado Arthur Fleck, el futuro Joker, con el Robert De Niro de ‘El rey de la comedia’. Estamos, por tanto, ante un hombre alienado, perdido en un laberinto de fantasías balsámicas y vivencias miserables (trabaja como hombre-anuncio en las calles de una ciudad distópica). Que De Niro interprete a Murray Franklyn, el ídolo televisivo del personaje de Phoenix, solo puede verse como otra conexión con el universo de Scorsese.
‘Joker’ es también la película de un director enamorado de su estrella, un arrobamiento perfectamente comprensible si atendemos al recital animalístico que ofrece Phoenix en la piel de Arthur Fleck. Una interpretación en la que resplandecen diferentes aspectos del compacto repertorio de Phoenix. Su cuerpo decaído, pero en permanente tensión, muestra aquí su cara más escuálida, que recuerda al Freddie Quell de ‘The Master’. En una escena en la que el actor aparece desnudo y encorvado, su cadavérica espalda se asemeja a la de un primate que, por un perverso capricho de la evolución, parece haber perdido sus hombros. Por su parte, la cara más vulnerable y encantadora del personaje remite al Leonard Kraditor de ‘Two Lovers’, aquel chico capaz de atender con diligencia sus deberes familiares (Arthur-Joker cuida con tesón de su anciana madre) y al mismo tiempo de sorprender al personal con un inolvidable recital bailongo en la pista central de una discoteca pija de Nueva York. El problema, claro, es que Arthur-Joker es un hombre enfermo. Sufre una dolencia que le provoca ataques inesperados de una incontrolable risa espasmódica, una clara manifestación de su absoluta incomprensión del juego social. Como un agente anómalo y perturbador, Arthur se pasea por Gotham arrastrando su sueños de convertirse en humorista de monólogos (stand up), mientras que, en la progresiva exploración de sus traumas familiares, Phillips acomete lo que cabría considerar como una blasfemia en el ámbito del cómic: revelar los orígenes del Joker.
Cabe admirar el atrevimiento de Phillips. Más allá de los detalles que acaban conectando ‘Joker’ con el imaginario de la factoría DC (los hay y, en diferentes momentos de la película, removerán las vísceras de los fans del cómic), uno de los grandes intereses de la película consiste en ver a un nuevo Joker, una figura que, en esencia, no es más que un ser humano torturado. La creación de Phillips y Phoenix comparte con anteriores versiones del Joker su condición demente: queda claro que los desvaríos del personaje son el resultado de su interacción con un mundo enfermo. Sin embargo, a diferencia de los anteriores Jokers, el de Phoenix no se presenta en ningún momento como el portavoz de ninguna causa y de nadie más que de él mismo. Ni siquiera es posible verlo como un emisario del caos. Encerrado en su propia mente desquiciada, atrapado entre la incomprensión y los delirios de grandeza, tentado de seguir el camino de la perversidad, Phoenix regala a un Joker terrorífico, esencialmente porque la distancia que nos separa de él puede llegar a parecer ínfima. No le vemos realizar ningún acto que requiera una fuerza particular. ¿Y quién no ha bailado alguna vez en la soledad de su apartamento soñando con ser Fred Astaire… o Rosalía? Los oscuros impulsos que acaban llevando a Arthur hasta su conversión en el Joker tienen más que ver con deseos íntimos que con anhelos megalómanos. La espectacularidad del personaje no se despliega en imponentes escenas de acción sino en íntimos alardes de locura, una realidad que hace de ‘Joker’ la película con menos efectos especiales del ciclo superheroico contemporáneo. Aquí el efecto especial es Phoenix.
Filmada siguiendo el vocabulario estilístico del Nuevo Hollywood –un realismo crudo y a la vez estilizado que solo peca de un exceso de épica cuando se deja atolondrar por la banda sonora de Hildur Guðnadóttir–, ‘Joker’ conquista un cierto estatuto político gracias al retrato del contexto social por el que se mueve el martirizado Arthur: un mundo marcado por la abismal brecha entre ricos y pobres (¡pura lucha de clases!), una realidad corrompida por la banalidad de la industria del entretenimiento, y una sociedad arruinada por una “cultura de la felicidad” cimentada en el repartimiento masivo de psicofármacos. “¿Soy yo o es que la cosa se está poniendo muy loca ahí fuera?”, afirma Arthur en una de sus visitas a una terapeuta.
Una visión de una comunidad enferma que acaba de dar sentido a la audaz fábula amoral que presenta Phillips. En conjunto, estamos ante una bienvenida impugnación de la grandilocuencia que parece tener secuestrado al Hollywood actual.
Fuente: Fotogramas.es
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