La nueva película de Pixar tiene el peor estreno de fin de semana en toda la historia de estudio: con dificultad logró rebasar los 20 millones de dólares. Algunos medios especializados se lo atribuyen al inevitable efecto del coronavirus, pero en realidad, parece tratarse de algo más. ¿Pixar comienza a perder su capacidad para sorprender?
“Cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”. El escritor británico de Ciencia Ficción Arthur C. Clarke bien pudiera haber predicho la forma en la que en la actualidad se conciben los híbridos entre lo portentoso y lo simple, una mezcla que para el estudio Pixar es de enorme importancia.
De hecho, en el pacífico, colorido y pleno de buenas intenciones nuevo mundo del estudio, lo fantástico convive con lo cotidiano en una bonita —y recurrente— analogía sobre el asombro entremezclado con algo más sutil y evidente.
Hay centauros como policías, mantícoras que regentan bares de carretera, hadas en motocicletas ruidosas, mientras que la magia es un recuerdo lejano en medio de la tecnología, limpia, precisa y sin grandes complicaciones. De nuevo, lo asombroso es el contexto ideal para ahondar en las emociones diminutas e íntimas que se sostienen sobre la connotación de algo más profundo.
Por supuesto, se trata de la misma fórmula que el estudio de la lamparilla saltarina usó en la magistral Coco (Lee Unkrich y Adrián Molinao — 2017) y a lo largo de la saga de Toy Story (John Lasseter, Lee Unkrich y Josh Cooley 1995–2019). Cada vez más a menudo, a Pixar le parece necesario recordarnos que lo extraordinario convive con frecuencia en las pequeñas cosas cuya existencia apenas notamos.
No obstante Onward, de Dan Scanlon, llega un poco tarde a este radiante universo de grandes historias épicas en un empaque familiar. A pesar de su atinada mezcla de mitología, cultura pop, reflexiones sobre la soledad, el desarraigo, el duelo y el sufrimiento emocional, Onward carece del profundo encanto de otras tantas obras icónicas de la factoría de la que proviene y además, parece incapaz de sostener ese sustancioso legado de grandes innovaciones y películas marcadas por su capacidad para sorprender. Sin duda, Onward tiene un correcto argumento, personajes entrañables, una moraleja amable sobre la familia y como siempre, una redención con tintes humorísticos de grandes dilemas existenciales.
Pero esta vez, hay algo manido y predecible en la fórmula Pixar, como si el estudio hubiera alcanzado un nivel de excelencia que no puede sobrepasar a pesar de intentarlo una y otra vez. El film de Scanlon cumple los requisitos para ser una deliciosa película emocional, pero también, para ser un producto genérico, algo que sorprende luego que Pixar dedicara varias décadas a la innovación, sorpresas y un recorrido innovador no solo a través de la animación y sus adelantos, sino también, en la manera de contar las historias.
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Y si a Toy Stoy 4 de Josh Cooley se le criticó por repetitiva y crear un escenario amable para extender de manera artificial un argumento querido por toda una generación, a Onward podría tildársele como revisionista y no exactamente en el buen sentido.
Tanto una como la otra, crean una construcción sobre la memoria, las emociones y la percepción de la individualidad que no solo el estudio llevó a cabo con mejores resultados en cintas muy superiores. En Inside Out (Pete Docter -2017), la pérdida de la ingenuidad es una metáfora que lentamente se entrecruza con la comprensión de la naturaleza mutable del pensamiento y los sentimientos humanos. Una idea que Docter ya había analizado con brillante lucidez en Up, en la que además se hace preguntas discretas, pero dolorosas sobre la pérdida de la esperanza, el luto, la angustia existencial de las transformaciones inevitables y los lazos que nos unen a profundas connotaciones sobre la existencial.
En Onward, Scanlon intenta hacer algo semejante: la primera secuencia se esfuerza en explicar que, en este mundo con aspecto suburbano y levemente inocente, la magia pasó a un segundo lugar en beneficio de la tecnología, el poder de la precisión y la connotación sobre la vida rutinaria, destinada a sostener la satisfacción colectiva. Pero por supuesto, la magia permanece en algún lugar (escondida a simple vista, en realidad) y es tal vez por ese motivo (la obviedad de la magia que subsiste), es lo que hace que el trayecto de la película tiene algo de artificial, impostado y apresurado. Mientras que en Monster Inc(2001) el mismo Pete Docter jugaba con la insinuación de la magia y lo misterioso en un escenario familiar y lograba crear la inmediata sensación de reconocimiento, la ciudad sin nombre de Scanlon carece de identidad.
Flota en medio de chistes sugeridos de hadas motoristas, unicornios que comen de los botes de basura (que pudo ser una metáfora sobre la pérdida de la inocencia pero que al final, solo es otro chiste) y un escenario de personajes tan conocidos, que no sólo no logran cautivar, sino que incluso, producen cierta indiferencia.
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Para Scanlon, la idea de la construcción mundial reviste un especial atractivo: antes la aplicó en la adorable distopía del 2008 Wall — E de Andrew Stanton, en la cual logró elaborar un discurso ingeniosa sobre la búsqueda de la redención, el camino del héroe convertido en algo más elaborado y sin duda, una mirada sobre la ternura, la pérdida y la bondad de enorme valor metafórico. Ya sea porque Wall — E era en buena parte un monólogo conceptual y estructural sobre la vida más allá de las vicisitudes humanas o que el guion de Onward— escrito a cuatro manos por Scanlon, Jason Headley y Keith Bunin — carece de la cualidad nostálgica y sincera necesaria para cautivar, la película resulta un recorrido impreciso y poco llamativo sobre situaciones que unidas entre sí, logran sostener la mayor parte de sus golpe de efecto, pero sin crear la habitual atmósfera de maravilla que las películas de la factoría Pixar suelen lograr.
Ya sea por falta de carisma o que el elemento entrañable es una combinación poco exitosa de situaciones predecibles, al final la travesía de Onward, es tan llana e inmediata que termina por resultar levemente tediosa.
Un camino recorrido más de una vez
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En la ciudad anónima en la que viven los jovencísimos elfos Ian y Barley Lightfoot (en las voces de Tom Holland y Chris Pratt), la vida transcurre en una satisfactoria normalidad, en parte por el hecho de que la magia se considera una curiosidad arcaica por la que nadie está muy interesado. Excepto que Barley sí que lo está: el guion nos muestra como el personaje se esfuerza por defender los últimos trazos de un mundo más antiguo, rudimentario, pero sin duda más fascinante.
El argumento utiliza la estructura de los conocidos juegos de rol al estilo de Dragones y Mazmorras, como una referencia temporal y social lo suficientemente clara para mostrar la línea que divide la realidad y lo cotidiano.
Barley es un entusiasta que lleva a todas partes un libro con hechizos que nadie pronuncia, que conduce una camioneta destartalada llamada Ginebra y que se aferra a viejos monumentos a punto de ser arrasados por el inevitable progreso. Todo mientras su hermano menor deambula de un lado a otro, aturdido por los cambios de la adolescencia y una soledad joven que tiene mucho de los primeros años de la adorable Riley (Kaitilyn Dias) de Inside Out. Pero a diferencia de la niña cuyas emociones se pelean a discreción en las llanuras y valles de su mente, los elfos de Stanlon se conforman con ser los habituales estereotipos sobre la infancia que hasta ahora Pixar había evitado: Ian es tímido, torpe y le teme a todo y Barley, es fuerte, vitalista y no le teme a nada. Pero la fórmula no termina de sostenerse por sí sola y el duo solo es otra pareja de hermanos, como tantas otras en el cine, que deben luchar contra sus desavenencias y diferencias sin mucho entusiasmo.
Por supuesto, la especialidad de Pixar es la diversión sofisticada de discursos de diversas lecturas y Onward no es la excepción. Esta vez, el estudio opta por la mitología y la cultura relacionada a las grandes travesías heroicas para crear un mapa de ruta hacia el corazón y las motivaciones de los personajes. Todo eso vinculado con la muerte, la ausencia y la búsqueda de respuestas espirituales. Ian no conoció a su padre (era muy pequeño cuando murió) y Barley guarda cuatro escasos recuerdos, uno de los cuales será un secreto la mayor parte de la trama.
Pero el guion no deja de mostrar que el vínculo que une a los hermanos con la figura paterna también es una forma de magia: las fotografías muestran Wilden Lightfoot como una presencia misteriosa que gravita sobre la vida familiar. Una y otra vez, el guion insiste en recordar que este padre ausente —pero no olvidado— forma parte de la dinámica que une a los hermanos e incluso a la madre, en una rara connotación sobre el recuerdo y el afecto, que podría resultar más convincente de ser menos forzada y sobre todo, mucho menos predecible. La película avanza en terreno conocido para el estudio y sus producciones: pronto Ian y Barley se embarcan en una aventura a toda regla, en busca de no sólo un último día con su padre, sino hacía el autoreconocimiento. Cuando el mayor de los Lightfood aprieta el acelerador de su camioneta y acelera hacia lo desconocido, todo parece indicar que le aguarda — y también al pública — una épica de corazón inmenso en medio de un Universo con inmenso potencial.
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Quizás ese es el mayor problema de Onward: todo parece apuntar hacia una épica de apoteosis emocional de alto calibre como Coco o una brillante sátira como la primera parte de Los Increíbles(Brad Bird -2004), pero termina en realidad siendo un nudo argumental cuya resolución resulta tan evidente que por momentos, se hace frágil y petulante en su necesidad de moralizar. Incluso el tan anunciado personaje de la comunidad LGTBI+ resulta ser una línea en la que una policía de tráfico llamado Specter, (Lena Waithe) menciona como de pasada a la hija de su novia. En este territorio blando, sin mucha sustancia con algunos momentos brillantes, se echa en falta la necesidad de provocar e incluso, la maliciosa percepción que Pixar suele brindar a sus personajes para hacerlos duales, inolvidables y dolorosamente cercanos.
En esta sociedad post—mágica, sorprende la falta de imaginación, mientras las metáforas que son casi mensajes directos sobre la amistad, el amor y el amor filial deben competir por la atención del espectador con algo más parecido a una confusa mezcla de registros sin mucho tino. Hay algo reaccionario en esta fábula que aboga por volver a la magia en medio de un mundo tecnológico, pero incluso esa salvedad brillante y levemente inquietante, pasa desapercibida en medio de las trastadas, risas forzadas y pequeños sermones moralistas que los hermanos comparten entre una bonachona complicidad.
Lo mundano y lo fantástico chocan, son contrincantes, se elevan y se expresan entre líneas como una mirada a lo simple y al valor de las cosas realmente sensibles, que resulta por completo decepcionante. Apenas, un par de momentos resultan clásicos Pixar— el dragón final es quizás lo más imaginativo en toda la película — pero de resto, la película parece luchar contra su propia tibieza. Con su juego de planos y una animación brillante, la película se desgasta lentamente en gags conocidos y que se desploman entre la percepción de deja vu que se repite cada tanto. Con su oda sentimental a la pérdida, a las grandes batallas morales invisibles y al final a la felicidad hogareña, Onward es una promesa mágica que no sólo no llega a cumplirse, sino que termina por ser una confusa mezcolanza de ideas poco sólidas. Un viaje fallido que extrañamente, termina justo en el lugar en que debió comenzar.
Fuente: Hipertextual.com
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